Exposición de pintura de Lluís Albert en la Casa Palau

Josep Lluís Pitarch Tortajada. Profesor de Filología catalana en la Universitat de València

Septiembre 2005 

Los pintores, como los músicos, los escritores, los artesanos, como todas las personas que se dedican a la creación artística, tienen una característica común: que ven el mundo de otra manera que el resto de los mortales y es por eso que, a veces, cuesta entenderlos. Algunos tienen una lectura superdifícil, mientras que otros resultan más asequibles, pero todos, sin excepción, responden a un mismo patrón, mensurable y tangible: tener la sensibilidad a flor de piel. Así que un artista es un personaje que ve el mundo de una manera y con una sensibilidad peculiares. Y aún hay otros aspectos, que tampoco tenemos los que no somos artistas: la necesidad imperiosa que tienen de “comunicar” su obra y la capacidad técnica de su trabajo.

La técnica, evidentemente, es la parte que aprenden los artistas, la parte que nadie tiene por generación espontánea, que a nadie le regala ninguna musa ni Dios; es lo que se estudia en las escuelas, en los talleres, en los museos, experimentando, esbozando, en definitiva “probando”. La necesidad de “comunicar”, aunque es una de las características que definen el hombre (que ha debido inventar la palabra), en el artista se manifiesta de la forma más perentoria e impulsiva.

Estos cuatro aspectos podremos observarlos en la magnifica exposición que nos presenta Lluís Albert, con sus obras más representativas, de óleos, acuarelas, pasteles, lápiz y carbón, tintas, guache y ceras. Todo el muestrario de las técnicas, que emplean los artistas plásticos que decimos pintores, en una serie de ensayos que son sus propias indagaciones e investigaciones en el inquieto mundo de la dialéctica artística. En efecto, Lluís Albert mantiene su debate peculiar entre el arte figurativo y el abstracto (Fuego I, Fuego II, Cúpula), entre las pinceladas más impresionistas (Río, Amarillo y rojo) y las más expresionistas (Haya, Gato negro, Pintando en el Saler), entre el surrealismo (Estructura onírica, Abismo), el cubismo y el geometrismo (Descenso), incluso se atreve a indagar en el lirismo de la técnica del paisaje japonés, o a mí me lo parece (Montaña amarilla, Botánico VII). Un conjunto tan heterogéneo tiene un denominador común, que ya hemos apuntado inicialmente: la obra de Lluís Albert responde a su peculiar manera de ver el mundo y de pintárnoslo, no como una apuesta gratuita o fortuita sino que responde a una dialéctica entre lo que “ve” y lo que le gusta “hacernos ver”; su sensibilidad, que va desde el dramatismo más exagerado al lirismo más contundente, convence –a mí me ha convencido- de manera definitiva. Sin embargo, además de artista, Luis Albert es enseñante, da clases, y esta característica –que para mí es muy importante, posiblemente por deformación profesional, porque siempre he creído más en los artistas que enseñan que en los creadores solitarios- creo que justifica aún más la enorme curiosidad que demuestra y la variedad de resultados.